Espuma y nada
más
Hernando Téllez (Bogotá, Colombia,
1908-1966)
No
saludó al entrar. Yo estaba repasando sobre una badana la mejor de mis
navajas. Y cuando lo reconocí me puse a temblar. Pero él no se dio cuenta. Para
disimular continué repasando la hoja. La probé luego sobre la yema del dedo
gordo y volví a mirarla contra la luz. En ese instante se quitaba el cinturón ribeteado
de balas de donde pendía la funda de la pistola. Lo colgó de uno de los clavos
del ropero y encima colocó el kepis. Volvió completamente el cuerpo para
hablarme y, deshaciendo el nudo de la corbata, me dijo: “Hace un calor de todos
los demonios. Aféiteme”. Y se sentó en la silla. Le calculé cuatro días de
barba. Los cuatro días de la última excursión en busca de los nuestros.
El rostro aparecía quemado, curtido por el sol. Me puse a preparar
minuciosamente el jabón. Corté unas rebanadas de la pasta, dejándolas
caer en el recipiente, mezclé un poco de agua tibia y con la brocha empecé a
revolver. Pronto subió la espuma “Los muchachos de la tropa deben tener tanta
barba como yo”. Seguí batiendo la espuma. “Pero nos fue bien, ¿sabe? Pescamos
a los principales. Unos vienen muertos y otros todavía viven. Pero pronto
estarán todos muertos”. “¿Cuántos cogieron?” pregunté. “Catorce. Tuvimos que
internarnos bastante para dar con ellos. Pero ya la están pagando. Y no se
salvará ni uno, ni uno”. Se echó para atrás en la silla al verme la brocha en
la mano, rebosante de espuma. Faltaba
ponerle la sábana. Ciertamente yo estaba aturdido. Extraje del cajón una
sábana y la anudé al cuello de mi cliente. El no cesaba de hablar. Suponía que
yo era uno de los partidarios del orden. “El pueblo habrá escarmentado
con lo del otro día”, dijo. “Sí”, repuse mientras concluía de hacer el nudo
sobre la oscura nuca, olorosa a sudor. “¿Estuvo bueno, verdad?” “Muy bueno”,
contesté mientras regresaba a la brocha. El hombre cerró los ojos con un gesto
de fatiga y esperó así la fresca caricia del jabón. Jamás lo había tenido tan
cerca de mí. El día en que ordenó que el pueblo desfilara por el patio de la
escuela para ver a los cuatro rebeldes allí colgados, me crucé con él un
instante. Pero el espectáculo de los cuerpos mutilados me impedía
fijarme en el rostro del hombre que lo dirigía todo y que ahora iba a tomar en
mis manos. No era un rostro desagradable, ciertamente. Y la barba,
envejeciéndolo un poco, no le caía mal. Se llamaba Torres. El capitán Torres.
Un hombre con imaginación, porque ¿a quién se le había ocurrido antes colgar a
los rebeldes desnudos y luego ensayar sobre determinados sitios del cuerpo una mutilación
a bala? Empecé a extender la primera capa de jabón. El seguía con los ojos
cerrados. “De buena gana me iría a dormir un poco”, dijo, “pero esta tarde hay
mucho qué hacer”. Retiré la brocha y pregunté con aire falsamente
desinteresado: “¿Fusilamiento?” “Algo por el estilo, pero más lento”,
respondió. “¿Todos?” “No. Unos cuantos apenas”. Reanudé de nuevo la tarea de
enjabonarle la barba. Otra vez me temblaban las manos. El hombre no podía darse cuenta de ello y
ésa era mi ventaja. Pero yo hubiera querido que él no viniera. Probablemente
muchos de los nuestros lo habrían visto entrar. Y el enemigo en la casa
impone condiciones. Yo tendría que afeitar esa barba como cualquiera otra, con
cuidado, con esmero, como la de un buen parroquiano, cuidando de que ni
por un solo poro fuese a brotar una gota de sangre. Cuidando de que en los
pequeños remolinos no se desviara la hoja. Cuidando de que la piel, quedara
limpia, templada, pulida, y de que al pasar el dorso de mi mano por ella,
sintiera la superficie sin un pelo. Sí. Yo era un revolucionario clandestino,
pero era también un barbero de conciencia, orgulloso de la pulcritud en
su oficio. Y esa barba de cuatro días se prestaba para una buena faena.
Tomé la navaja, levanté en ángulo oblicuo las dos cachas, dejé libre la hoja y empecé la tarea, de una de las patillas hacia abajo. La hoja respondía a la perfección. El pelo se presentaba indócil y duro, no muy crecido, pero compacto. La piel iba apareciendo poco a poco. Sonaba la hoja con su ruido característico, y sobre ella crecían los grumos de jabón mezclados con trocitos de pelo. Hice una pausa para limpiarla, tomé la badana, de nuevo yo me puse a asentar el acero, porque soy un barbero que hace bien sus cosas. El hombre que había mantenido los ojos cerrados, los abrió, sacó una de las manos por encima de la sábana, se palpó la zona del rostro que empezaba a quedar libre de jabón, y me dijo: “Venga usted a las seis, esta tarde, a la Escuela”. “¿Lo mismo del otro día?”, le pregunté horrorizado. “Puede que resulte mejor”, respondió. “¿Qué piensa usted hacer?” “No sé todavía. Pero nos divertiremos”. Otra vez se echó hacia atrás y cerró los ojos. Yo me acerqué con la navaja en alto. “¿Piensa castigarlos a todos?”, aventuré tímidamente. “A todos”. El jabón se secaba sobre la cara. Debía apresurarme. Por el espejo, miré hacia la calle. Lo mismo de siempre: la tienda de víveres y en ella dos o tres compradores. Luego miré el reloj: las dos veinte de la tarde. La navaja seguía descendiendo. Ahora de la otra patilla hacia abajo. Una barba azul, cerrada. Debía dejársela crecer como algunos poetas o como algunos sacerdotes. Le quedaría bien. Muchos no lo reconocerían. Y mejor para él, pensé, mientras trataba de pulir suavemente todo el sector del cuello. Porque allí sí que debía manejar con habilidad la hoja, pues el pelo, aunque es agraz, se enredaba en pequeños remolinos. Una barba crespa. Los poros podían abrirse, diminutos, y soltar su perla de sangre. Un buen barbero como yo finca su orgullo en que eso no ocurra a ningún cliente. Y éste era un cliente de calidad. ¿A cuántos de los nuestros había ordenado matar? ¿A cuántos de los nuestros había ordenado que los mutilaran? … Mejor no pensarlo. Torres no sabía que yo era un enemigo. No lo sabía él ni lo sabían los demás. Se trataba de un secreto entre muy pocos, precisamente para que yo pudiese informar a los revolucionarios de lo que Torres estaba haciendo en el pueblo y de lo que proyectaba hacer cada vez que emprendía una excursión para cazar revolucionarios. Iba a ser, pues, muy difícil explicar que yo lo tuve entre mis manos y lo dejé ir tranquilamente, vivo y afeitado.
Tomé la navaja, levanté en ángulo oblicuo las dos cachas, dejé libre la hoja y empecé la tarea, de una de las patillas hacia abajo. La hoja respondía a la perfección. El pelo se presentaba indócil y duro, no muy crecido, pero compacto. La piel iba apareciendo poco a poco. Sonaba la hoja con su ruido característico, y sobre ella crecían los grumos de jabón mezclados con trocitos de pelo. Hice una pausa para limpiarla, tomé la badana, de nuevo yo me puse a asentar el acero, porque soy un barbero que hace bien sus cosas. El hombre que había mantenido los ojos cerrados, los abrió, sacó una de las manos por encima de la sábana, se palpó la zona del rostro que empezaba a quedar libre de jabón, y me dijo: “Venga usted a las seis, esta tarde, a la Escuela”. “¿Lo mismo del otro día?”, le pregunté horrorizado. “Puede que resulte mejor”, respondió. “¿Qué piensa usted hacer?” “No sé todavía. Pero nos divertiremos”. Otra vez se echó hacia atrás y cerró los ojos. Yo me acerqué con la navaja en alto. “¿Piensa castigarlos a todos?”, aventuré tímidamente. “A todos”. El jabón se secaba sobre la cara. Debía apresurarme. Por el espejo, miré hacia la calle. Lo mismo de siempre: la tienda de víveres y en ella dos o tres compradores. Luego miré el reloj: las dos veinte de la tarde. La navaja seguía descendiendo. Ahora de la otra patilla hacia abajo. Una barba azul, cerrada. Debía dejársela crecer como algunos poetas o como algunos sacerdotes. Le quedaría bien. Muchos no lo reconocerían. Y mejor para él, pensé, mientras trataba de pulir suavemente todo el sector del cuello. Porque allí sí que debía manejar con habilidad la hoja, pues el pelo, aunque es agraz, se enredaba en pequeños remolinos. Una barba crespa. Los poros podían abrirse, diminutos, y soltar su perla de sangre. Un buen barbero como yo finca su orgullo en que eso no ocurra a ningún cliente. Y éste era un cliente de calidad. ¿A cuántos de los nuestros había ordenado matar? ¿A cuántos de los nuestros había ordenado que los mutilaran? … Mejor no pensarlo. Torres no sabía que yo era un enemigo. No lo sabía él ni lo sabían los demás. Se trataba de un secreto entre muy pocos, precisamente para que yo pudiese informar a los revolucionarios de lo que Torres estaba haciendo en el pueblo y de lo que proyectaba hacer cada vez que emprendía una excursión para cazar revolucionarios. Iba a ser, pues, muy difícil explicar que yo lo tuve entre mis manos y lo dejé ir tranquilamente, vivo y afeitado.
La barba le
había desaparecido casi completamente. Parecía más joven, con menos años de los
que llevaba a cuestas cuando entró. Yo supongo que eso ocurre siempre con los
hombres que entran y salen de las peluquerías. Bajo el golpe de mi navaja
Torres rejuvenecía, sí; porque yo soy un buen barbero, el mejor de este pueblo,
lo digo sin vanidad. Un poco más de jabón, aquí, bajo la barbilla, sobre la
manzana, sobre esta gran vena. ¡Qué calor! Torres debe estar sudando como yo.
Pero él no tiene miedo. Es un hombre sereno que ni siquiera piensa en lo que ha
de hacer esta tarde con los prisioneros. En cambio yo, con esta navaja entre
las manos, puliendo y puliendo esta piel, evitando que brote sangre de estos
poros, cuidando todo golpe, no puedo pensar serenamente. Maldita la hora en que
vino, porque yo soy un revolucionario pero no soy un asesino. Y tan fácil como
resultaría matarlo. Y lo merece. ¿Lo merece? No, ¡qué diablos! Nadie merece que
los demás hagan el sacrificio de convertirse en asesinos. ¿Qué se gana con
ello? Pues nada. Vienen otros y otros y los primeros matan a los segundos y éstos
a los terceros y siguen y siguen hasta que todo es un mar de sangre. Yo podría
cortar este cuello, así, ¡zas! No le daría tiempo de quejarse y como tiene los
ojos cerrados no vería ni el brillo de la navaja ni el brillo de mis ojos.
Pero estoy
temblando como un verdadero asesino. De ese cuello brotaría un chorro de sangre
sobre la sábana, sobre la silla, sobre mis manos, sobre el suelo. Tendría que
cerrar la puerta. Y la sangre seguiría corriendo por el piso, tibia,
imborrable, incontenible, hasta la calle, como un pequeño arroyo escarlata.
Estoy seguro de que un golpe fuerte, una honda incisión, le evitaría
todo dolor. No sufriría. ¿Y qué hacer con el cuerpo? ¿Dónde ocultarlo? Yo
tendría que huir, dejar estas cosas, refugiarme lejos, bien lejos. Pero me perseguirían
hasta dar conmigo. “El asesino
del Capitán Torres. Lo degolló mientras le afeitaba la barba. Una cobardía”.
Y por otro lado: “El vengador
de los nuestros. Un nombre para recordar (aquí mi nombre). Era el barbero del pueblo. Nadie sabía
que él defendía nuestra causa…” ¿Y qué? ¿Asesino o héroe? Del filo
de esta navaja depende mi destino. Puedo inclinar un poco más la mano, apoyar
un poco más la hoja, y hundirla. La piel cederá como la seda, como el caucho,
como la badana. No hay nada más tierno que la piel del hombre y la
sangre siempre está ahí, lista a brotar. Una navaja como ésta no traiciona. Es
la mejor de mis navajas. Pero yo no quiero ser un asesino, no señor. Usted vino
para que yo lo afeitara. Y yo cumplo honradamente con mi trabajo… No quiero
mancharme de sangre. De espuma y nada más. Usted es un verdugo y yo no
soy más que un barbero. Y cada cual en su puesto. Eso es. Cada cual en su
puesto.
La barba había
quedado limpia, pulida y templada. El hombre se incorporó para mirarse en el espejo.
Se pasó las manos por la piel y la sintió fresca y nuevecita.
“Gracias”, dijo. Se
dirigió al ropero en busca del cinturón, de la pistola y del kepis. Yo
debía estar muy pálido y sentía la camisa empapada. Torres concluyó de ajustar
la hebilla, rectificó la posición de la pistola en la funda y, luego de
alisarse maquinalmente los cabellos, se puso el kepis. Del bolsillo del
pantalón extrajo unas monedas para pagarme el importe del servicio. Y empezó a
caminar hacia la puerta. En el umbral se detuvo un segundo y volviéndose me
dijo: “Me habían dicho
que usted me mataría. Vine para comprobarlo. Pero matar no es fácil. Yo sé por
qué se lo digo”. Y siguió calle abajo.
_____________
Vocabulario
agraz: rebelde, muy
rizado (referido al pelo)
badana: cinta de cuero
para afilar la navaja
escarlata: rojo oscuro
kepis (quepis): cachucha militar, con visera.
mutilado: que se le ha
cortado una parte del cuerpo.
verdugo: quien ejecuta,
mata, a un reo
.
Hernando
Téllez.
Escritor y periodista colombiano. Ya desde muy joven mostró sus dotes de
periodista, como colaborador de la revista Universidad
que dirigía Germán Arciniegas, y como asistente de Enrique Santos en El Tiempo.
También fue subdirector de El Liberal
y director de la revista Semana.
Durante el período comprendido entre los años 1943 y 1944 fue cónsul de
Colombia en Marsella y senador de la República, pero destacó sobre todo por ser
uno de los escritores más completos de su época (fue traductor, comentarista,
cuentista, ensayista y crítico literario).
En su extensa
obra ensayística trató temas de literatura, sociedad, política y vida
cotidiana. Téllez fue un poeta del ensayo, a la par que profundo; fue un gran
artesano del idioma, maestro en un manejo sobrio y eficaz del lenguaje. Fue un
observador sensible de la vida cotidiana, un agudo crítico de la vida social y
política del país, estudioso de los móviles ocultos de la violencia, y un
narrador de cuentos conciso y diáfano, en los que bajo cada historia,
aparentemente trivial, se encierran siempre las causas de los grandes
conflictos sociales.
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