El gato negro
Edgar Allan Poe (Boston, EE.UU. 1809 - Baltimore, EE.UU. 1849),
(Traducción de Julio Cortázar)
(Traducción de Julio Cortázar)
No
espero ni pido que alguien crea en el extraño aunque simple relato que me
dispongo a escribir. Loco estaría si lo esperara, cuando mis sentidos rechazan
su propia evidencia. Pero no estoy loco y sé muy bien que esto no es un sueño.
Mañana voy a morir y quisiera aliviar hoy mi alma. Mi propósito inmediato
consiste en poner de manifiesto, simple, sucintamente y sin comentarios, una serie de
episodios domésticos.
Las consecuencias de esos episodios me han aterrorizado, me han torturado y,
por fin, me han destruido. Pero no intentaré explicarlos. Si para mí han sido
horribles, para otros resultarán menos espantosos que barrocos. Más adelante, tal vez, aparecerá
alguien cuya inteligencia reduzca mis fantasmas a lugares comunes; una
inteligencia más serena, más lógica y mucho menos excitable que la mía, capaz
de ver en las circunstancias que temerosamente describiré, una vulgar sucesión
de causas y efectos naturales.
Desde la infancia me destaqué
por la docilidad y
bondad de mi carácter. La ternura que abrigaba mi corazón era tan grande que
llegaba a convertirme en objeto de burla para mis compañeros. Me gustaban
especialmente los animales, y mis padres me permitían tener una gran variedad.
Pasaba a su lado la mayor parte del tiempo, y jamás me sentía más feliz que
cuando les daba de comer y los acariciaba. Este rasgo de mi carácter creció
conmigo y, cuando llegué a la virilidad, se convirtió en una de mis principales fuentes de
placer. Aquellos que alguna vez han experimentado cariño hacia un perro fiel y sagaz no necesitan que me
moleste en explicarles la naturaleza o la intensidad de la retribución que
recibía. Hay algo en el generoso y abnegado amor de un animal que llega directamente al corazón de
aquel que con frecuencia ha probado la falsa amistad y la frágil fidelidad del
hombre.
Me casé joven y tuve la alegría de que mi esposa compartiera mis
preferencias. Al observar mi gusto por los animales domésticos, no perdía
oportunidad de procurarme los más agradables de entre ellos. Teníamos pájaros,
peces de colores, un hermoso perro, conejos, un monito y un gato.
Este último era un animal de
notable tamaño y hermosura, completamente negro y de una sagacidad asombrosa.
Al referirse a su inteligencia, mi mujer, que en el fondo era no poco
supersticiosa, aludía con frecuencia a la antigua creencia popular de que todos
los gatos negros son brujas metamorfoseadas.
No quiero decir que lo creyera seriamente, y sólo menciono la cosa porque acabo
de recordarla.
Plutón -tal era el nombre del
gato- se había convertido en mi favorito y mi camarada. Sólo yo le daba de
comer y él me seguía por todas partes en casa. Me costaba mucho impedir que
anduviera tras de mí en la calle.
Nuestra amistad duró así
varios años, en el curso de los cuales (enrojezco al confesarlo) mi temperamento y mi
carácter se alteraron
radicalmente por culpa del demonio. Intemperancia. Día a día me fui volviendo más melancólico,
irritable e indiferente hacia los sentimientos ajenos. Llegué, incluso, a
hablar descomedidamente
a mi mujer y terminé por infligirle
violencias personales. Mis favoritos, claro está, sintieron igualmente el
cambio de mi carácter. No sólo los descuidaba, sino que llegué a hacerles daño.
Hacia Plutón, sin embargo, conservé suficiente consideración como para
abstenerme de maltratarlo, cosa que hacía con los conejos, el mono y hasta el
perro cuando, por casualidad o movidos por el afecto, se cruzaban en mi camino.
Mi enfermedad, empero, se agravaba -pues, ¿qué enfermedad es comparable al
alcohol?-, y finalmente el mismo Plutón, que ya estaba viejo y, por tanto, algo
enojadizo, empezó a sufrir las consecuencias de mi mal humor.
Una noche en que volvía a
casa completamente embriagado, después de una de mis correrías por la ciudad,
me pareció que el gato evitaba mi presencia. Lo alcé en brazos, pero, asustado
por mi violencia, me mordió ligeramente en la mano. Al punto se apoderó de mí
una furia demoníaca y ya no supe lo que hacía. Fue como si la raíz de mi alma
se separara de golpe de mi cuerpo; una maldad más que diabólica, alimentada por
la ginebra, estremeció cada fibra de mi ser. Sacando del bolsillo del chaleco
un cortaplumas, lo abrí mientras sujetaba al pobre animal por el pescuezo y,
deliberadamente, le hice saltar un ojo. Enrojezco, me abraso, tiemblo mientras
escribo tan condenable atrocidad.
Cuando la razón retornó con
la mañana, cuando hube disipado en el sueño los vapores de la orgía nocturna,
sentí que el horror se mezclaba con el remordimiento ante el crimen cometido;
pero mi sentimiento era débil y ambiguo, no alcanzaba a interesar al alma. Una vez más me hundí
en los excesos y muy pronto ahogué en vino los recuerdos de lo sucedido.
El gato, entretanto, mejoraba
poco a poco. Cierto que la órbita donde faltaba el ojo presentaba un horrible
aspecto, pero el animal no parecía sufrir ya. Se paseaba, como de costumbre,
por la casa, aunque, como es de imaginar, huía aterrorizado al verme. Me
quedaba aún bastante de mi antigua manera de ser para sentirme agraviado por la
evidente antipatía de un animal que alguna vez me había querido tanto. Pero ese
sentimiento no tardó en ceder paso a la irritación. Y entonces, para mi caída
final e irrevocable, se presentó el espíritu de la perversidad.
La filosofía no tiene en cuenta a este espíritu; y, sin embargo, tan seguro
estoy de que mi alma existe como de que la perversidad es uno de los impulsos
primordiales del corazón humano, una de las facultades primarias indivisibles,
uno de esos sentimientos que dirigen el carácter del hombre. ¿Quién no se ha
sorprendido a sí mismo cien veces en momentos en que cometía una acción tonta o
malvada por la simple razón de que no debía cometerla? ¿No hay en nosotros una
tendencia permanente, que enfrenta descaradamente al buen sentido, una
tendencia a transgredir lo que constituye la Ley por el solo hecho de serlo?
Este espíritu de perversidad se presentó, como he dicho, en mi caída final. Y
el insondable
anhelo que tenía mi alma de vejarse
a sí misma, de violentar su propia naturaleza, de hacer mal por el mal mismo,
me incitó a continuar y, finalmente, a consumar el suplicio que había infligido a la inocente
bestia. Una mañana, obrando a sangre fría, le pasé un lazo por el pescuezo y lo
ahorqué en la rama de un árbol; lo ahorqué mientras las lágrimas manaban de mis
ojos y el más amargo remordimiento me apretaba el corazón; lo ahorqué porque
recordaba que me había querido y porque estaba seguro de que no me había dado
motivo para matarlo; lo ahorqué porque sabía que, al hacerlo, cometía un
pecado, un pecado mortal que comprometería mi alma hasta llevarla -si ello
fuera posible- más allá del alcance de la infinita misericordia del Dios más
misericordioso y más terrible.
La noche de aquel mismo día
en que cometí tan cruel acción me despertaron gritos de: "¡Incendio!"
Las cortinas de mi cama eran una llama viva y toda la casa estaba ardiendo. Con
gran dificultad pudimos escapar de la conflagración mi mujer, un sirviente y yo. Todo
quedó destruido. Mis bienes terrenales se perdieron y desde ese momento tuve
que resignarme a la desesperanza.
No incurriré en la debilidad de establecer una relación de causa y
efecto entre el desastre y mi criminal acción. Pero estoy detallando una cadena
de hechos y no quiero dejar ningún eslabón incompleto. Al día siguiente del incendio acudí a
visitar las ruinas. Salvo una, las paredes se habían desplomado. La que quedaba
en pie era un tabique
divisorio de poco espesor, situado en el centro de la casa, y contra el cual se
apoyaba antes la cabecera de mi lecho. El enlucido había quedado a salvo de la acción del
fuego, cosa que atribuí a su reciente aplicación. Una densa muchedumbre habíase
reunido frente a la pared y varias personas parecían examinar parte de la misma
con gran atención y detalle. Las palabras "¡extraño!, ¡curioso!" y
otras similares excitaron mi curiosidad. Al aproximarme vi que en la blanca
superficie, grabada como un bajorrelieve, aparecía la imagen de un gigantesco
gato. El contorno tenía una nitidez verdaderamente maravillosa. Había una soga
alrededor del pescuezo del animal.
Al descubrir esta aparición
-ya que no podía considerarla otra cosa- me sentí dominado por el asombro y el
terror. Pero la reflexión vino luego en mi ayuda. Recordé que había ahorcado al
gato en un jardín contiguo a la casa. Al producirse la alarma del incendio, la
multitud había invadido inmediatamente el jardín: alguien debió de cortar la
soga y tirar al gato en mi habitación por la ventana abierta. Sin duda, habían
tratado de despertarme en esa forma. Probablemente la caída de las paredes
comprimió a la víctima de mi crueldad contra el enlucido recién aplicado, cuya
cal, junto con la acción de las llamas y el amoniaco del cadáver, produjo la imagen que
acababa de ver.
Si bien en esta forma quedó
satisfecha mi razón, ya que no mi conciencia, sobre el extraño episodio, lo ocurrido
impresionó profundamente mi imaginación. Durante muchos meses no pude librarme
del fantasma del gato, y en todo ese tiempo dominó mi espíritu un sentimiento
informe que se parecía, sin serlo, al remordimiento. Llegué al punto de
lamentar la pérdida del animal y buscar, en los viles antros que habitualmente frecuentaba, algún
otro de la misma especie y apariencia que pudiera ocupar su lugar.
Una noche en que, borracho a
medias, me hallaba en una taberna
más que infame,
reclamó mi atención algo negro posado sobre uno de los enormes toneles de
ginebra que constituían el principal moblaje del lugar. Durante algunos minutos
había estado mirando dicho tonel y me sorprendió no haber advertido antes la
presencia de la mancha negra en lo alto. Me aproximé y la toqué con la mano.
Era un gato negro muy grande, tan grande como Plutón y absolutamente igual a
éste, salvo un detalle. Plutón no tenía el menor pelo blanco en el cuerpo,
mientras este gato mostraba una vasta aunque indefinida mancha blanca que le cubría casi todo el
pecho.
Al sentirse acariciado se
enderezó prontamente, ronroneando con fuerza, se frotó contra mi mano y pareció
encantado de mis atenciones. Acababa, pues, de encontrar el animal que
precisamente andaba buscando. De inmediato, propuse su compra al tabernero,
pero me contestó que el animal no era suyo y que jamás lo había visto antes ni
sabía nada de él. Continué acariciando al gato
y, cuando me disponía a volver a casa, el animal pareció dispuesto a acompañarme.
Le permití que lo hiciera, deteniéndome una y otra vez para inclinarme y
acariciarlo. Cuando estuvo en casa, se acostumbró a ella de inmediato y se
convirtió en el gran favorito de mi mujer.
Por mi parte, pronto sentí
nacer en mí una antipatía hacia aquel animal. Era exactamente lo contrario de
lo que había anticipado, pero -sin que pueda decir cómo ni por qué- su marcado
cariño por mí me disgustaba y me fatigaba. Gradualmente, el sentimiento de
disgusto y fatiga creció hasta alcanzar la amargura del odio. Evitaba
encontrarme con el animal; un resto de vergüenza y el recuerdo de mi crueldad
de antaño me vedaban
maltratarlo. Durante algunas semanas me abstuve de pegarle o de hacerlo víctima
de cualquier violencia; pero gradualmente -muy gradualmente- llegué a mirarlo
con inexpresable odio y a huir en silencio de su detestable presencia, como si
fuera una emanación de la peste.
Lo que, sin duda, contribuyó
a aumentar mi odio fue descubrir, a la mañana siguiente de haberlo traído a
casa, que aquel gato, igual que Plutón, era tuerto. Esta circunstancia fue precisamente la que
lo hizo más grato a mi mujer, quien, como ya dije, poseía en alto grado esos
sentimientos humanitarios que alguna vez habían sido mi rasgo distintivo y la
fuente de mis placeres más simples y más puros.
El cariño del gato por mí
parecía aumentar en el mismo grado que mi aversión. Seguía mis pasos con una pertinencia que
me costaría hacer entender al lector. Dondequiera que me sentara venía a
ovillarse bajo mi silla o saltaba a mis rodillas, prodigándome sus odiosas
caricias. Si echaba a caminar, se metía entre mis pies, amenazando con hacerme
caer, o bien clavaba sus largas y afiladas uñas en mis ropas, para poder trepar
hasta mi pecho. En esos momentos, aunque ansiaba aniquilarlo de un solo golpe,
me sentía paralizado por el recuerdo de mi primer crimen, pero sobre todo
-quiero confesarlo ahora mismo- por un espantoso temor al animal.
Aquel temor no era
precisamente miedo de un mal físico y, sin embargo, me sería imposible
definirlo de otra manera. Me siento casi avergonzado de reconocer, sí, aún en
esta celda de criminales me siento casi avergonzado de reconocer que el terror,
el espanto que aquel animal me inspiraba, era intensificado por una de las más
insensatas quimeras
que sería dado concebir. Más de una vez mi mujer me había llamado la atención
sobre la forma de la mancha blanca de la cual ya he hablado, y que constituía
la única diferencia entre el extraño animal y el que yo había matado. El lector
recordará que esta mancha, aunque grande, me había parecido al principio de
forma indefinida; pero gradualmente, de manera tan imperceptible que mi razón
luchó durante largo tiempo por rechazarla como fantástica, la mancha fue
asumiendo un contorno de rigurosa precisión. Representaba ahora algo que me
estremezco al nombrar, y por ello odiaba, temía y hubiera querido librarme del
monstruo si hubiese sido capaz de atreverme; representaba, digo, la imagen de
una cosa atroz, siniestra..., ¡la imagen del patíbulo! ¡Oh lúgubre y terrible máquina
del horror y del crimen, de la agonía y de la muerte!
Me sentí entonces más
miserable que todas las miserias humanas. ¡Pensar que una bestia, cuyo
semejante había yo destruido desdeñosamente, una bestia era capaz de producir
tan insoportable angustia en un hombre creado a imagen y semejanza de Dios!
¡Ay, ni de día ni de noche pude ya gozar de la bendición del reposo! De día,
aquella criatura no me dejaba un instante solo; de noche, despertaba hora a
hora de los más horrorosos sueños, para sentir el ardiente aliento de la cosa
en mi rostro y su terrible peso -pesadilla encarnada de la que no me era
posible desprenderme- apoyado eternamente sobre mi corazón.
Bajo el agobio de tormentos
semejantes, sucumbió en mí lo poco que me quedaba de bueno. Sólo los malos
pensamientos disfrutaban ya de mi intimidad; los más tenebrosos, los más
perversos pensamientos. La melancolía
habitual de mi humor creció hasta convertirse en aborrecimiento de todo lo que
me rodeaba y de la entera humanidad; y mi pobre mujer, que de nada se quejaba,
llegó a ser la habitual y paciente víctima de los repentinos y frecuentes
arrebatos de ciega cólera a que me abandonaba.
Cierto día, para cumplir una tarea doméstica, me acompañó al sótano de
la vieja casa donde nuestra pobreza nos obligaba a vivir. El gato me siguió
mientras bajaba la empinada escalera y estuvo a punto de tirarme cabeza abajo,
lo cual me exasperó
hasta la locura. Alzando un hacha y olvidando en mi rabia los pueriles temores
que hasta entonces habían detenido mi mano, descargué un golpe que hubiera
matado instantáneamente al animal de haberlo alcanzado. Pero la mano de mi
mujer detuvo su trayectoria. Entonces, llevado por su intervención a una rabia
más que demoníaca, me zafé de su abrazo y le hundí el hacha en la cabeza. Sin
un solo quejido, cayó muerta a mis pies.
Cumplido este espantoso
asesinato, me entregué al punto y con toda sangre fría a la tarea de ocultar el
cadáver. Sabía que era imposible sacarlo de casa, tanto de día como de noche,
sin correr el riesgo de que algún vecino me observara. Diversos proyectos cruzaron
mi mente. Por un momento pensé en descuartizar el cuerpo y quemar los pedazos.
Luego se me ocurrió cavar una tumba en el piso del sótano. Pensé también si no
convenía arrojar el cuerpo al pozo del patio o meterlo en un cajón, como si se
tratara de una mercadería común, y llamar a un mozo de cordel para que lo
retirara de casa. Pero, al fin, di con lo que me pareció el mejor expediente y
decidí emparedar el
cadáver en el sótano, tal como se dice que los monjes de la Edad Media
emparedaban a sus víctimas.
El sótano se adaptaba bien a
este propósito. Sus muros eran de material poco resistente y estaban recién
revocados con un mortero ordinario, que la humedad de la atmósfera no había
dejado endurecer. Además, en una de las paredes se veía la saliente de una
falsa chimenea, la cual había sido rellenada y tratada de manera semejante al
resto del sótano. Sin lugar a dudas, sería muy fácil sacar los ladrillos en esa
parte, introducir el cadáver y tapar el agujero como antes, de manera que
ninguna mirada pudiese descubrir algo sospechoso.
No me equivocaba en mis
cálculos. Fácilmente saqué los ladrillos con ayuda de una palanca y, luego de
colocar cuidadosamente el cuerpo contra la pared interna, lo mantuve en esa
posición mientras aplicaba de nuevo la mampostería en su forma original.
Después de procurarme argamasa, arena y cerda, preparé un enlucido que no se
distinguía del anterior y revoqué cuidadosamente el nuevo enladrillado.
Concluida la tarea, me sentí seguro de que todo estaba bien. La pared no
mostraba la menor señal de haber sido tocada. Había barrido hasta el menor
fragmento de material suelto. Miré en torno, triunfante, y me dije: "Aquí,
por lo menos, no he trabajado en vano".
Mi paso
siguiente consistió en buscar a la bestia causante de tanta desgracia, pues al
final me había decidido a matarla. Si en aquel momento el gato hubiera surgido
ante mí, su destino habría quedado sellado, pero, por lo visto, el astuto
animal, alarmado por la violencia de mi primer acceso de cólera, se cuidaba de
aparecer mientras no cambiara mi humor. Imposible describir o imaginar el
profundo, el maravilloso alivio que la ausencia de la detestada criatura trajo
a mi pecho. No se presentó aquella noche, y así, por primera vez desde su
llegada a la casa, pude dormir profunda y tranquilamente; sí, pude dormir, aun
con el peso del crimen sobre mi alma.
Pasaron el segundo y el
tercer día y mi atormentador no volvía. Una vez más respiré como un hombre
libre. ¡Aterrado, el monstruo había huido de casa para siempre! ¡Ya no volvería
a contemplarlo! Gozaba de una suprema felicidad, y la culpa de mi negra acción
me preocupaba muy poco. Se practicaron algunas averiguaciones, a las que no me
costó mucho responder. Incluso hubo una perquisición1 en la casa; pero, naturalmente,
no se descubrió nada. Mi tranquilidad futura me parecía asegurada.
Al cuarto día del asesinato, un grupo de policías se presentó
inesperadamente y procedió a una nueva y rigurosa inspección. Convencido de que
mi escondrijo era impenetrable, no sentí la más leve inquietud. Los oficiales
me pidieron que los acompañara en su examen. No dejaron hueco ni rincón sin
revisar. Al final, por tercera o cuarta vez, bajaron al sótano. Los seguí sin
que me temblara un solo músculo. Mi corazón latía tranquilamente, como el de
aquel que duerme en la inocencia. Me paseé de un lado al otro del sótano. Había
cruzado los brazos sobre el pecho y andaba tranquilamente de aquí para allá.
Los policías estaban completamente satisfechos y se disponían a marcharse. La
alegría de mi corazón era demasiado grande para reprimirla. Ardía en deseos de
decirles, por lo menos, una palabra como prueba de triunfo y confirmar
doblemente mi inocencia.
-Caballeros -dije, por fin,
cuando el grupo subía la escalera-, me alegro mucho de haber disipado sus
sospechas. Les deseo felicidad y un poco más de cortesía. Dicho sea de paso,
caballeros, esta casa está muy bien construida... (En mi frenético deseo de decir
alguna cosa con naturalidad, casi no me daba cuenta de mis palabras). Repito
que es una casa de excelente construcción. Estas paredes... ¿ya se marchan
ustedes, caballeros?... tienen una gran solidez.
Y entonces, arrastrado por
mis propias bravatas, golpeé fuertemente con el bastón que llevaba en la mano
sobre la pared del enladrillado tras de la cual se hallaba el cadáver de la
esposa de mi corazón.
¡Que Dios me proteja y me
libre de las garras del archidemonio! Apenas había cesado el eco de mis golpes
cuando una voz respondió desde dentro de la tumba. Un quejido, sordo y
entrecortado al comienzo, semejante al sollozar de un niño, que luego creció
rápidamente hasta convertirse en un largo, agudo y continuo alarido, anormal,
como inhumano, un aullido, un clamor de lamentación, mitad de horror, mitad de
triunfo, como sólo puede haber brotado en el infierno de la garganta de los
condenados en su agonía y de los demonios exultantes en la condenación.
Hablar de lo que pensé en ese
momento sería locura. Presa de vértigo, fui tambaleándome hasta la pared
opuesta. Por un instante el grupo de hombres en la escalera quedó paralizado
por el terror. Luego, una docena de robustos brazos atacaron la pared, que cayó
de una pieza. El cadáver, ya muy corrompido y manchado de sangre coagulada,
apareció de pie ante los ojos de los espectadores. Sobre su cabeza, con la roja
boca abierta y el único ojo como de fuego, estaba agazapada la horrible bestia
cuya astucia me había inducido al asesinato y cuya voz delatadora me entregaba
al verdugo. ¡Había emparedado al monstruo en la tumba!
1 perquisición: pesquisa, indagación,
investigación, tanteo.
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